26 de octubre de 2006


El otoño en Santa Fe del Montseny luce así de esplendoroso y como esta es una estación que me gusta mucho pues eso, cuelgo esta foto que corresponde al año pasado.

24 de octubre de 2006

SER UNO MISMO

Vivimos con el temor constante a no ser comprendidos y acabamos actuando como los otros esperan que lo hagamos.
Es una imposición social, podemos argumentar en nuestro favor.
Todos necesitamos a los otros.
Lo que pasa es que, de esta manera, olvidamos vivir como queremos.
Cuando esto sucede empezamos a hacernos viejos.

19 de octubre de 2006

LA ENCINA DE DODONA


Un hombre poseía un terrible secreto. Desde hacía años lo guardaba celosamente y siempre había cuidado no decir palabra alguna sobre ello. Cuando el deseo de compartirlo le asaltaba se lo repetía a sí mismo como una letanía. Con los años, el deseo de comunicar aquel conocimiento terrible crecía y crecía como una enorme bola de nieve. Cada noche el hombre se repetía a sí mismo aquello que no podía contarse.
Un día, en el que todo había ido francamente mal supo que si no contaba aquello que le quemaba como un fuego enloquecedor, moriría de desesperación.
Despertó sobresaltado de madrugada. Su mujer dormía, placida y confiada, a su lado. Se levantó sin hacer ruido, se vistió y salió de casa. Mientras cruzaba la calle camino del parque el viento ya frío del otoño viejo le azotó la cara y a su paso hojas, en apariencia muertas, susurraban y se elevaban animadas por el aire describiendo círculos imperfectos. Entró en el parque y oteó la oscuridad del horizonte rota por frágiles luces lejanas. A su alrededor se desparramaban ya árboles desnudos cuyas quebradizas ramas, coronadas hasta hacía bien poco de hojas, tiritaban expuestas al frío de la noche.
Un poco más allá, aparecían figuras de pinos y abetos. El hombre pareció dudar en la ya semioscuridad de sus acostumbrados ojos. Pero en medio de unos matorrales y flores expuestas geométricamente divisó un árbol enorme de ramas tortuosas y amplio tronco y que aún conservaba todas sus hojas. Casi hipnotizado por aquella grandeza, el hombre se acercó, saltó un pequeño arriate y enseguida quedó cobijado por su formidable copa de ramas casi horizontales.
Sus ojos, completamente acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a divisar con claridad el mapa de su corteza, su rugosidad y sus accidentes. Se ayudó con las manos para escrutar su geografía. A la altura de su pecho sus manos palparon una oquedad. Un sentimiento de cautela le hizo retirar instintivamente los dedos. Su corazón se aceleró y ambas manos subieron de nuevo para buscar la herida del tronco viejo. Localizada de nuevo el hombre acercó su boca. La hendidura oscura y misteriosa no le devolvió el aliento. Dedujo así que el agujero era lo suficientemente profundo como para albergar aquello tan grande que su corazón había portado durante tanto tiempo.
Tragó saliva y sus labios se acercaron al orificio como quien se acerca a besar unos labios. Una a una, las palabras secretas fueron cayendo como cuentas de un rosario sobre la hendidura del árbol. Era un leve susurro, un siseo temeroso y entrecortado al principio. Por fin, tras la última palabra el hombre jadeó y se pasó la mano por la frente como buscando recoger el sudor de horas de trabajo. Dio media vuelta y pegó su espalda al árbol durante un rato. Unas lágrimas asomaron a sus ojos y, sentado sobre la tierra húmeda y aún recostado sobre el árbol, permaneció así todavía un nstante más. Luego se levanto y sus labios dibujaron una mueca que tras unos momentos se convirtió en una sonrisa.
Se alejó sin prisa. Su respiración se normalizó y comenzó a sentirse francamente bien.
Satisfecho como estaba no advirtió el crepitar inquietante de las hojas ni el tiritar insistente de las ramas desnudas. El viento se despertó y toda la naturaleza vegetal circundante repetía ya, en un lenguaje indescifrable, el terrible secreto confiado a la encina y que el hombre, camino de su casa, no entendía.
En casa, su mujer se había levantado, había hecho café y esperaba silenciosa. El sonrió y ella le cogió la mano.
El resto no puede ser probado, pero los árboles de ese parque, ayudados por el viento, esparcieron el secreto que ahora les pertenecía por todo el mundo. Desde los plátanos y pinos mediterráneos a los húmedos bosques centroeuropeos, desde la soledad fría de los bosques boreales a la ruidosa selva centroamericana. Desde los matojos de los desiertos africanos a las solitarias acacias de la sabana. Todo el mundo vegetal repetía, animado por el viento, las palabras que no podían ser dichas. El secreto que un día un hombre desesperado había confiado, sin saberlo, al árbol de los secretos.